Martín Juárez llegó a Tuxtla hace tres meses procedente de la Ciudad de México, y cuenta que desde hace 15 años decidió dedicarse a ser organillero.
Se nota que es un enamorado de este oficio considerado como uno de los más antiguos del México moderno, el cual, en la actualidad, parece estar condenado a la desaparición.
Su jornada inicia a las nueve de la mañana vestido con un traje café similar al de un cartero. Lleva consigo su pesado organillo de casi 30 kg y su mono de peluche.
Se coloca aleatoriamente en alguna calle del centro de la ciudad y comienza a girar la manija para que, enseguida, se escuche la melodía de “Cielito Lindo”.
“Me da gusto ser organillero porque le doy un poco de alegría a la gente, me dicen que le da nostalgia la música porque a muchos les recuerda la Ciudad de México o su infancia”, comentó.
Así como Martín, hay muchas personas en el centro del país que viven de ser organilleros, por lo regular rentan estos instrumentos musicales mensualmente y sus ganancias dependen de la cooperación que las personas les dan.
“El organillo que utilizo es rentado, me cobran 50 pesos diarios, al mes son 1500 pesos y lo que sobre es para poder vivir”, indicó.
La historia dicta que este instrumento autómata se creó en Alemania y a su llegada a México durante el Porfiriato, rápidamente se volvieron populares en las calles.
Esta tradición logró sobrevivir a la Revolución Mexicana, época en la que se cambiaron las melodías europeas por canciones mexicanas populares, así como aquellas que hacían alusión a esa etapa de conflicto, como Adelita y La Cucaracha.
Hoy sus sonidos se resisten a desaparecer y generan nostalgia.