El 9 de mayo, en vísperas del Día de las Madres, un grupo de criminales ingresó a una de las comunidades de Chicomuselo. En la plaza central del pueblo, uno de los jefes con un fusil de asalto, chaleco táctico y uniforme tipo militar, les advirtió a los hombres y mujeres que debían colaborar con ellos para evitar el avance de sus enemigos, porque quien se niegue, los amenazaron con tablearlos o colgarlos en la cancha, como escarmiento.

Los hombres llegaron por la mañana de ese jueves en camionetas todo terreno, algunas adaptadas con blindaje artesanal, para llamar a todos los pobladores que se concentraran en la cancha del ejido.

El jefe parecía molesto, porque aseguraba que en esa comunidad habitada por más de medio millar de habitantes, había gente que colaboraba con sus enemigos, pero que la buscarían para darles un castigo. “Tienen que colaborar con nosotros”, dijo el jefe de sicarios a los hombres y mujeres.

“El que se niegue a estar con nosotros, aquí lo vamos a guindar (colgar)”, arremetió el jefe criminal.

A las pocas horas, los hombres con motosierras, machetes y hachas se desplazaban en las entradas del pueblo, para derribar árboles, colocar rocas, tierra y abrir zanjas en la carretera de más de un metro de ancho, por uno de hondo, para evitar el paso de los enemigos que ya se encontraban en la cabecera municipal y comunidades cercanas.

A las pocas horas, ambos bandos chocaron durante varias horas en los límites del pueblo.

“Se escuchaba fuerte la balacera”, dice un desplazado que pide omitir su identidad y que ahora vive en otro municipio a más de 150 kilómetros de distancia.

Al momento que hubo una leve tregua, los hombres huyeron entre el monte. Todos tomaron diferentes rumbos. Algunos lo hicieron hacia la Sierra, otros por la presa La Angostura y algunos trataron de alcanzar la carretera Panamericana.

Para el 14 de mayo, la mayoría de los hombres adultos y jóvenes habían dejado el pueblo. En el lugar solo se quedaron las mujeres; tenían la esperanza de que integrantes del otro grupo no llegaran a la comunidad, pero lo hicieron.

A 23 kilómetros de la cabecera municipal, hombres armados habían ingresado a Nueva Morelia para matar a 11 personas, entre ellas dos servidores de la Iglesia católica, que permanecían en sus hogares y que habían declarado abiertamente no adherirse a ninguna de las organizaciones armadas que buscan el control de la Sierra.

El martes, 23 de junio, una de las facciones declaró que ya tenía el control de Nueva Morelia, comunidad cercana a una mina de barita, mineral que se usa para la perforación de pozos petroleros y que ha estado inactiva desde el 2012, cuando el gobierno declaró a Chiapas como estado “libre de la minería”.

A las pocas horas, todos los pobladores de su comunidad habían dejado sus hogares, con muebles, aparatos eléctricos, animales de coral, perros, gallinas, toros, vacas y borregos. “Dejamos todo. No sabemos en qué condiciones se encuentren ahora nuestras casas”, dice con nostalgia María (nombre ficticio) que con su esposo rentan una vivienda, a unos 180 kilómetros de su lugar de origen.

Los habitantes de esa comunidad huyeron hacia municipios vecinos, otros a Tuxtla, Comitán, San Cristóbal, Tapachula, Puebla, Ciudad de México, Tijuana y otros han cruzado hacia los Estados Unidos, donde han pedido refugio, dice María.

En decenas de comunidades de Chicomuselo los habitantes han dejado sus hogares por la violencia de los grupos criminales. En Siltepec, en la Sierra Madre, hay 250 personas desplazadas que requieren ayuda humanitaria.