Todos somos extraños

Lamentablemente, la última creación de Andrew Haigh, tuvo la desdicha de llegar a los cines en plena temporada de premios. De no ser así, hubiera recogido muchísimos más aplausos. La historia que plantea es un análisis tan duro como tierno de los sentimientos que albergamos sobre las muertes que afectaron nuestras existencias enteras. Mejor aún, es una renovación de estos.

En un edificio vive un hombre gay, Adam (interpretado de manera sutil pero efectiva por Andrew Scott), aburrido y sin rumbo en la mediana edad. Es un guionista que lucha por comenzar un proyecto sobre su familia, pero que pasa la mayor parte del tiempo viendo televisión y merendando hasta altas horas de la noche. Un día —como también ocurrió en Weekend—, un encuentro fortuito acerca a Adam con un apuesto desconocido, Harry (un Paul Mescal desaliñado y atractivo), quien parece ser el único otro inquilino en este reluciente edificio nuevo.

Mientras su coqueteo avanza hacia el sexo y el romance, Adam también se aventura en su pasado. Bastante literalmente, de hecho: cuando visita la casa de su infancia, tal vez en busca de inspiración, Adam encuentra a sus padres allí, jóvenes como cuando murieron en un accidente automovilístico, quizás la primera y más significativa confirmación de que la vida de Adam estaba destinada a ser solitaria.

Todos somos extraños es una historia de fantasmas, a veces aterradora, pero por lo demás planteada en el lenguaje tierno y escrutador del duelo. Los padres de Adam, interpretados con sensibilidad por Claire Foy y Jamie Bell, parecen haber estado esperando a que su hijo volviera a casa; no saben nada de su vida y están ansiosos por ver y oír cómo ha crecido. Al igual que Harry, de vuelta en la tranquilidad del apartamento de Adam, le hace preguntas cuyas respuestas ayudan a completar el retrato de un hombre a la deriva en la soledad, un huérfano que parece haber, en algún momento de la adultez, vuelto a perder su lugar.

Reflexiones sobre la familia

All of us strangers no tiene piedad en lo que respecta a las heridas familiares. Ataca ese dolor sin suavidad, por lo que puede resultar difícil de digerir para aquellos espectadores que no hayan sanado algún aspecto relacionado con las muertes de sus padres. Por otro lado, es un bálsamo para los que ya transitaron todas las etapas de su duelo y buscan un nuevo punto de vista desde donde abordarlo. A través del personaje de Adam, tenemos la oportunidad de sanar gracias a la apertura de un diálogo unidireccional con los que ya no están.

Es interesante como Andrew Haigh concibe a los fantasmas como entidades pausadas para siempre en el momento en el que murieron. Frecuentemente pensamos en los diálogos que compartiríamos con nuestros seres queridos fallecidos, pero ¿serían las mismas charlas si hubiese que platicarles con la edad que tenían cuando dejaron este mundo? En muchos casos, los que quedan ya la alcanzaron, e incluso la superaron. Esta premisa es sumamente interesante, y sostiene a la película durante toda su duración.

Reflexiones sobre el amor

La relación de Adam y Harry también está llena de fantasmas, pero no del tipo humano, sino sentimental. En su dinámica amorosa, muchas veces aparecen obstáculos que tienen que ver con sus parejas pasadas, prejuicios societales, rechazos por parte de los que los rodean, y más. El protagonista persigue a los espectros de su familia, mientras rechaza a los que intentan destruir su individualidad y su noviazgo.

Son las famosas “voces de la cabeza”, a veces motivadas por nuestro propio interior y, en otros casos, por el exterior, tanto inmediato y lejano. Haigh pone a esta lucha en el centro de su producción y explora los diversos tipos de fantasmas que nos acechan en el día a día. Aquellos con los que nos gusta convivir, los que aceptamos a regañadientes, y los que necesitamos apartar a como dé lugar. A pesar de contar con un fuerte ingrediente de irrealidad, la historia protagonizada por Andrew Scott y Paul Mescal es un retrato íntimo de dos personas que, como todos nosotros, negocian con sus demonios internos.

Es probable que el impacto de Todos somos extraños varíe enormemente en función del espectador. Con una tesis tan desesperanzada, la cinta puede parecer terriblemente extraña a algunos jóvenes que, aunque sin duda siguen sufriendo los golpes de un mundo a menudo hostil, no pueden identificarse del todo con la lucha interna de Adam: su miedo, su vergüenza codificada, su hermético anhelo. Los espectadores de más edad pueden correr de cabeza hacia el abatimiento de la película, encontrando consuelo, incluso catarsis, en su inquietante dolor.