En algún momento de nuestra vida tendemos ver hacia atrás. Es como si un impulso nos invitara a saltar al abismo. Y en ese viaje no bastan los recuerdos, la infancia y los ojos que vieron por primera vez el mundo; interesa ir más allá: ver lo que existe entre ruinas y conocer las voces que conectan con la historia de la que somos parte. La angustia del pasado, por decirlo así, es un síntoma que atañe a cada sujeto de cada época; es una necesidad imperiosa de volver a ese inicio que siempre está cambiando.
Jorge Abarca decidió volcarse a la Grecia mítica en su primer libro, La tragedia encendida de los hombres (2019, Abriendo Caminos Editores), un conjunto de poemas de corte clásico en el que apenas se da licencia de traicionar los metros que en ellos escribe. Orfebre de la palabra, eligió el soneto y el endecasílabo como su respiración natural; en la ejecución de sus versos sale bien librado. Sin embargo, sobrevuela una interrogante: ¿cuál es el sentido de un escritor de revisitar temas que parecerían anacrónicos a su tiempo?
Alguien podría decir, de manera apresurada, que Abarca es un autor que evade el momento histórico en el que vive, lo que llevaría a una serie de reflexiones sobre la realidad y el tiempo. Para algunos lectores podría ser un tránsfuga; para otros, un autor fiel a la línea y al microcosmo que ha elegido para sí.
Si bien, durante todo el libro se disemina la geografía de Grecia en donde confluyen los protagonistas de su historia, mito y filosofía, el tema central del que parte Abarca, y que gira como un pivote a lo largo de toda la obra, es la guerra. Y la guerra, cual si fuera un engranaje, mueve a su vez las piezas de la muerte y la tragedia.
Para Abarca, el sujeto vivo, el sujeto que existe, se encuentra en la constante lucha contra la disolución. La vida, pese a su aspiración de no sucumbir, encuentra sentido ante el sino de la tragedia y la finitud. Vivir es trágico. Morir también. La desgracia reside en habitar un mundo que siempre está al acecho de la guerra y el caos.
La supuesta evasión de Abarca ante el tiempo en el que vive no lo es tanto si se piensa en la tragedia que se cierne sobre las guerras que se diseminan, día a día, en el mundo y su modernidad: las disputas de Ucrania y Rusia, Israel y Hamás; la creciente ola contra el narcotráfico que crece de norte a sur en México; el crimen organizado cuyas raíces en Centroamérica son difíciles de desentrañar. Ante tal panorama no puede decirse que la guerra o lo trágico nos es ajena. “En toda la amplitud de la llanura” dice el poeta, “se abre el rencor a golpes de martillo”.
Quizá la mayor influencia de Abarca en su ópera prima orbita bajo la presencia de Heráclito, quien creía ver en la lucha de los contrarios la esencia natural del mundo. Abarca retoma está idea para fijar en la guerra una lucha constante que dan movimiento a todo lo que se mantiene alrededor. Si para el filósofo de Éfeso es el fuego el que purifica pero a la vez destruye y es el espacio donde puede reinar el tiempo y el caos, para Abarca es en la guerra donde se manifiesta la permanencia y la disolución.
Lo que sí queda claro es que Abarca ha revisitado la Grecia antigua para mostrar que la naturaleza humana de hace siglos —sobre todo esa fascinación al caos y a la destrucción— no es tan distinta a la nuestra; han cambiado los actores y se han transformado los espacios, pero la violencia y el poder aún perduran. La tragedia encendida de los hombres es, como toda ópera prima, una apuesta en la que su autor se juega el todo por el todo y es también el inicio de una voz que establece una vía y construye un camino por el cual poder transitar. No es difícil pensar que, en sus próximos libros, Abarca apuntale los gérmenes de su universo poético iniciada en esta obra y vaya más allá de su búsqueda y exploración particular, a fin de desentrañar los avatares de la condición humana y la esencia del mundo en el que se habita.