Estoy triste. No se me tome a mal esta declaración. Parece cosa impropia de un editorialista dar a conocer públicamente ésos que en otros ámbitos más líricos se llamarían “los sentimientos de su corazón”. Pero mis cuatro lectores son tan cercanos a mí, y tan bondadosos, que no dudo en compartir con ellos mis desolaciones y mis alegrías. Estoy triste porque veo que se derrumba la casa en que nací y donde he vivido y espero morir: México. La está destruyendo un hombre con delirios de grandeza rodeado de una corte de vasallos que en el fondo saben que las medidas que el caudillo dicta atentan contra la Nación, pero no se oponen a ellas por interés personal, y aun las aplauden servilmente. Desoyen, o escuchan con desdén, las voces razonables que se oponen a esas aberraciones, causantes de la ruina del país. Por eso miro con tristeza el aplastamiento de la Constitución, la defenestración de las instituciones autónomas, el trono en que se sienta el prepotente dictador sobre los escombros de la República. No hay hipérbole ni melodrama en lo que digo. Hay realidad. Lo admiten en secreto incluso los más untuosos aduladores del cacique. No ignoran que México va rumbo al abismo, y que en el próximo sexenio el autócrata seguirá mandando sobre la mandataria, atada por los dispositivos que urdió ese hombre, López Obrador, para seguir ejercitando su poder: la revocación de mandato y la amenaza de las fuerzas armadas, que no pertenecen ya a la patria, sino al hombre de la 4T, quien se adueñó de ellas otorgándoles corruptoras dádivas y concesiones fuera de la ley. De ahí mi tristeza, más propia de mi edad que la rabia o que la indignación. Muchas cosas le ha robado AMLO a este país: la democracia, la legalidad, el orden, la seguridad, la protección a la salud de sus habitantes, el derecho de los niños y jóvenes a una buena educación. A mí me ha robado la esperanza en un México mejor para mis hijos y mis nietos. Me ha arrebatado también una vejez tranquila, pues los días que me quedan serán ensombrecidos por ese maximato que ya nada ni nadie puede disfrazar. Estamos viendo el fin de la nación. Su ruina se consumará en septiembre, cuando la corte del monarca apruebe en el Senado la desquiciada iniciativa para hacer de la judicatura un zoco populista al servicio del Ejecutivo y de los delincuentes. Uno de sus pedestres cortesanos dijo que la reforma judicial es un regalo que le dan a López. Lo que en verdad le están entregando es el país. ¿No tengo entonces motivo para la tristeza?... A modo de consuelo personal, si es que en esto puede haber consolación, transcribo el mensaje que me envió un generoso lector ecuatoriano: “Queridísimo Cato: Me atrevo a rebautizarte con la confianza que me haces sentir al leerte diariamente cuando voy a la Ciudad de México, desde Guayaquil, a visitar a mi hija, a mis nietos y a mi yerno. Tengo 76 años, y soy comunicador en varios frentes: televisión, periódico, revistas, radio y ahora artes escénicas. Siempre tus palabras traen a mis estadías mexicanas un oasis de buenos sentimientos, y también de reflexión. Me acompañas en el café de la mañana, mirando el paisaje citadino por el ventanal del apartamento hogareño de Cumbres de Santa Fe. Infiltras en mi corazón esa mezcla rarísima de una realidad espeluznante con tu sensibilidad exquisita hacia lo humano. Eso ayuda a sobrellevar cada día, lo mismo que las pastillas de buen humor. Ya lo decía Aldous Huxley: ser ligero es ser vital. Siempre te lo agradeceré. Nunca dejes la pluma. Un gran abrazo fraterno”. Quien en horas sombrías me ha dado ese consuelo se llama Carlos A. Ycaza, colega en Ecuador, y ahora amigo. Siempre se lo agradeceré. FIN.

Mirador

Por Armando Fuentes Aguirre.

Largo es el catálogo de santos que Santiago de la Vorágine puso en su Leyenda Dorada, y más extensos aún los santorales de Butler, fray Justo Pérez de Urbel o Fernando Roig.

Ninguno de ellos, sin embargo, menciona a una santa que figura con letras de oro en mi almanaque. Se llama Teresita Rodríguez de la Paz. Su fiesta habrá de celebrarse el 23 de agosto, reciente día en que murió, soltera de 85 años.

No era fea Teresita. Cuando joven tuvo varios pretendientes, pero no aceptó ninguna propuesta de matrimonio. Su madre padecía demencia senil y su padre una enfermedad que le impedía el movimiento. Hija única, dedicó su vida a cuidar de ellos. No salía de su casa más que para ir a misa los domingos.

Entregó al Señor a los queridos viejecitos. Así decía al hablar de la muerte de sus padres. Y añadía: “Quisiera ya irme con ellos, para seguir cuidándolos”.

Es una santa. Quien llega a los altares debe haber hecho tres milagros. Ella los hizo: el milagro de la fe, el de la esperanza y el del amor.

Teresita Rodríguez de la Paz. Que tenga a Dios en su santo reino.

¡Hasta mañana!...

Manganitas

Por AFA.

“. Aumenta el desprestigio de México en el extranjero.”.

La nota es poco feliz,

pero a López Obrador

eso no le da temor:

nunca sale del país.