“Esa mujer es loca de su cuerpo”. Tal cosa le dijo el genial detective Sherlock Holmes a su fiel compañero, el doctor Watson, señalándole a una fémina en la estación Victoria. Y añadió: “Además fuma y bebe con exceso, y es frígida en la cama”. “¡Qué perspicacia! -se admiró el doctor-. ¿Todo eso puede usted decir de esa mujer con sólo verla?”. “Lo que pasa -explicó el genial detective- es que en un tiempo fue mi esposa”. Naufragó el barco. Se salvaron un pasajero y una dama de voluptuosas formas. Llegados a la playa de una isla desierta el sujeto se aplicó de inmediato a fabricar una cama usando los restos del navío. Le reprochó con enojo la mujer: “Si fuera usted un caballero habría hecho primero una balsa”. El militarismo es al civilismo lo que una banda de guerra es a una orquesta sinfónica. El militarismo es obediencia ciega; el civilismo es libertad creadora. En el ámbito militar no hay democracia; en el ámbito civil la democracia es valor esencial. Uno de los últimos zarpazos del autócrata López Obrador ha sido ordenar que la Guardia Nacional pase a depender de la milicia. Eso no sólo es violatorio de la Constitución: entraña riesgo grave para los derechos humanos y las garantías individuales consagradas por la Carta Magna. El cacique de la 4T, que prometió sacar de la calle a los militares y regresarlos a los cuarteles, está haciendo de cada ciudad de México un cuartel donde los soldados tendrán funciones de policía sobre los ciudadanos. Nuestro país se ha militarizado. Eso atenta contra la sociedad civil. En cierto pueblo del norte una señora que llevaba de la mano a su pequeño hijo pidió ser atendida por el alcalde del lugar. Cuando éste la recibió en su oficina el chiquillo le echó el ojo de inmediato a un pequeño cuadro que colgaba en la pared. El crío era chiflado, esto es decir mimado, consentido, y con voz imperativa se dirigió al alcalde: “Quiero ese cuadrito”. La madre del chamaco era parienta del gobernador y esposa del comerciante principal del pueblo, de modo que el munícipe hubo de apechugar: descolgó el tal cuadrito y se lo dio al malcriado huerco. No pasó un minuto sin que el hijo de la visitante demandara con insolente altanería: “Quiero el clavito”. El edil quitó de la pared el clavito y se lo entregó al “lepe”. Al hacer eso le dijo a la mujer: “Señora, llévese a su hijo, porque luego me va a pedir el agujerito”. Acotación al margen. Cuando puse en el relato la palabra “lepe” el ordenador la subrayó en rojo, señal de que el vocablo no es admitido por la Academia. Esa docta corporación omite registrar muchos términos empleados por los hablantes. “Civilismo” es uno de ellos. Yo prefiero acatar a Su Majestad el uso antes que a los dictados de los académicos. Por el rumbo de mis lares la palabra “lepe” designa a un niño de pocos años. Curiosamente, en el rancho del Potrero ese voquible se aplica en primera acepción a los cabritos. Don Abundio, que litigaba con un vecino suyo por cuestión de colindancias, le ofreció en voz baja al agrimensor llegado de la ciudad para dirimir el pleito: “Si me hace el favor de favorecerme le daré un ‘lepe’”. “Oh no -se asustó el citadino-. Ya tengo cuatro”. Pero advierto con alarma que me he apartado del tema de mi comentario. Vuelvo a él. Al margen de la Constitución, y por avieso cálculo político, López Obrador ha dado mucho a los militares. No extrañará que vayan a pedir más, como el chiquillo del relato. He aquí otra de las nefastas reformas nacidas de la caprichosa prepotencia de AMLO, quien en los estertores de su sexenio, si no de su dominio, sigue causando daño a la nación. FIN.
Mirador
Por Armando Fuentes Aguirre
Me habría gustado conocer a Frank B. Gilbreth, ingeniero que con sus estudios de la eficiencia de movimientos en las plantas industriales ahorró millones de dólares a las empresas norteamericanas.
Mister Gilbreth no sólo fue eficiente en eso: con su esposa Lillian tuvo 12 hijos. De ellos, Frank y Ernestine escribieron al paso de los años un simpático libro, Cheaper by the dozen, “Más baratos por docena”, que luego fue llevado a la pantalla en una película maravillosamente actuada por Clifton Webb, Jeanne Crain y Myrna Loy.
El ingeniero Gilbreth empezó desde abajo, como se dice de los que han llegado hasta arriba. Con poca educación escolar, en su juventud se ganó la vida trabajando de albañil. Ponía ladrillos, y se dio cuenta de que su trabajo se le facilitaba más, y lo hacía con rapidez mayor -y por lo tanto con mejor ganancia-, si colocaba los ladrillos sobre una mesa, al alcance de su mano, en vez de agacharse para tomarlos del suelo. Ese fue el inicio de una carrera que le dio fama mundial.
Me habría gustado conocer a Frank B. Gilbreth. Demostró que un modesto principio puede llevar al éxito si ese principio es seguido por un trabajo tesonero y buenos hábitos personales, entre ellos el de la disciplina. Así se alcanza también el éxito mayor que puede conseguirse: la felicidad.
¡Hasta mañana!...
Manganitas
Por AFA.
“AMLO culpa a Estados Unidos de lo que sucede en Sinaloa”.
Si el problema continúa
-eso lo estoy viendo ya-
en seguida culpará
a Timbuctú y a Papúa.