El cuento que abre hoy el telón de esta columna es sicalíptico. Personas de moral estricta, absténgase de su lectura. Un tráiler venía cargado con más de 40 toneladas. Excedía, por supuesto, el límite legal, pero en este país todo se puede arreglar porque todo está desarreglado. Al llegar a una cuesta descendente el chofer del pesadísimo camión se percató con asombro de que una pareja estaba haciendo el amor en pleno centro de la carretera. Si los desatentados amantes no se quitaban de ahí seguramente los aplastaría. Hizo sonar su sonoroso claxon varias veces pero el hombre y la mujer parecieron no oírlo: siguieron en los meneos de su agitado in and out. Reuniendo todas sus fuerzas el conductor aplicó en los últimos segundos los poderosos frenos ABS de su enorme vehículo, y el tráiler se detuvo a unos cuantos centímetros de los desaprensivos folladores. Se levantaron ellos tranquilamente de su incómodo tálamo de asfalto y se arreglaron la ropa, imperturbables, pues habían terminado ya su pasional afán. “¿Están ustedes locos? -prorrumpió el trailero, indignado-. ¿Qué es eso de hacer el amor en medio de la carretera? ¿Se trata de una apuesta, o es alguna forma de erotismo acompañado de peligro? ¿Por qué no se quitaban de ahí, insensatos? ¡Estuve a punto de atropellarlos! ¡Ya estaba yo llegando!”. “Mira -le respondió con toda calma el individuo-. Tú ya estabas llegando. Ella ya estaba llegando. Yo también ya estaba llegando. Y el único que podía detenerse eras tú”. En la oficina de la dirección del glorioso Ateneo Fuente, centenaria institución de mi ciudad, Saltillo, se conservaba la gran Enciclopedia Espasa en sus más de un centenar de grandes y gruesos tomos. Era director del Colegio don José García Rodríguez, maestro venerable como el de la “Juvenilia” de Miguel Cané. Don Pepe era poeta. Escribió bellísimos sonetos. Al mismo tiempo fue noble prócer cívico: estuvo entre los primeros coahuilenses que desconocieron al gobierno espurio de Victoriano Huerta. Otro insigne y querido ateneísta, el licenciado Severiano García, llamado “El Chato” por sus estudiantes, profesaba la cátedra de Lógica, y sentía gran respeto por aquella enciclopedia. En sus páginas, solía decir, estaba todo el conocimiento humano. Cierto día un joven catedrático de nuevo ingreso, a quien para efectos de esta narración llamaré Fulano, se atrevió a contradecir al Chato. “La Enciclopedia Espasa -declaró con suficiencia- no es tan perfecta como dice usted, maestro. Yo busqué en ella una palabra de uso muy común, y no la hallé”. “¿Qué palabra es esa?” -se amoscó don Severiano. “Barómetro” -replicó, seguro, el neófito. “Seguramente la enciclopedia la registra” -acotó el licenciado García. “No, maestro -repitió el otro-. Mire”. Y así diciendo se puso de rodillas para sacar de la parte baja del librero el tomo correspondiente a la letra v. Y es que el novato pensaba que la palabra “barómetro” se escribía con uve o ve corta. “¡Ya se hincó Fulano!” -exclamó el Chato. Desde entonces esa frase: “¡Ya se hincó Fulano!”, se usó en el Ateneo para señalar al que caía en evidente error. Han desaparecido las enciclopedias en la forma en que las conocimos. Ahora se nos presentan ya no en papel, sino en los artefactos digitales propios de nuestra época. En verdad yo no lamento eso, pues me gusta la idea de llevar varios diccionarios en la bolsa de mi camisa. Siento nostalgia, desde luego, por los preciosos libros que ahora constituyen un elegante adorno. Pero en lo que a enciclopedias se refiere me parece mejor el tiempo de hoy que el del pasado. Y espero que nadie me diga por hacer esa declaración: “¡Ya se hincó Fulano!”. FIN.
Mirador
Por Armando Fuentes Aguirre
Don Chon el del Potrero se dedica a la talabartería.
Son famosos en la comarca sus correajes para mulas y caballos, y de prestigio gozan también sus chaparreras y árganas, alforjas que se añaden a la silla de montar.
Su mayor timbre de gloria, sin embargo, son los cinturones. En ellos cifra su orgullo, y aun su honor. Este sábado terminó uno en el que puso particular esmero. Lo hizo para su nieto, que cumplió 18 años. Con un pequeño martinete y caracteres de metal grabó en el cinto el nombre del muchacho: “Don Ascensión Valdés”.
Sin entender preguntó el festejado:
-¿Por qué en el cinturón me puso “Don”, abuelo?
Respondió él:
-Porque te va a durar hasta que tengas mi edad.
Yo bien quisiera que mis escritos duraran lo que los cinturones de don Chon. No durarán, lo sé. Ninguno de ellos tiene el don.
¡Hasta mañana!
Manganitas
Por AFA
“El país seguirá progresando”.
Pregunta poco feliz
que me habrán de perdonar
si está fuera de lugar:
“Discúlpenme: ¿cuál país?”.