*De la corrupción
*Solución utópica
Hace años, en la década de los ochenta del siglo pasado, cuando algunos aún creían que era posible la renovación desde dentro de un gobierno priista el entonces candidato presidencial del partido en el poder, Miguel de la Madrid, un nombre que dejó sin prosapia, lanzó una sentencia a los siete vientos para que airara, poderosa, sobre las supuestas resistencias heredadas por la frivolidad de quien observaba diluirse su poder, José López Portillo:
--La ineficacia– exclamó el taimado Miguel- es también una forma de corrupción.
Proponía, con ello, que la inevitable mudanza sexenal, un bien que nos legó el Constituyente de Querétaro desde 1917 –el año marcado también por el triunfo de Lenin y sus bolcheviques-, sería irreversible en cuanto a que ya no se tolerarían males extremos, entre ellos el nepotismo del dinástico don Pepe, ni se atropellarían los compadres en busca de las sombras del poder mal entendido. Desde luego, la fórmula solo se la bebieron los incautos y torpes movidos por una ambición incontrolable, como la del secretario de Gobernación en esos días, Manuel Bartlett, quien en los tiempos actuales fue capaz, desde la Comisión Federal de Electricidad, de ponerle la zancadilla definitiva a Carlos Urzúa para que dejara la secretaría de Hacienda en manos de un doctor que parece párvulo, Arturo Herrera Gutiérrez.
No hay presente sin pasado. Bartlett se fue a pelear a los tribunales internacionales por los contratos del gasoducto submarino que va desde Tuxpan hasta Texas, desconociendo lo que institucionalmente se había acordado acaso para proveer a los nuevos socios del gobierno, Afonso Romo Garza y José María Riobóo, de espacios y perspectivas con muchos ceros a la derecha; no pueden conformarse con la construcción de aeropuerto de Santa Lucía, la de los trenes Maya y del Istmo y lo que salga si se reactiva, con el supuesto de apoyar a los migrantes centroamericanos, el PPP –Plan Puebla- Panamá, no quieran jugar con las siglas y sus consiguientes chascarrillos-. Les sobran dientes y les falta carne; lo mismo ayer que hoy con otros tintes y oscuras filiaciones.
La corrupción –dicen cuantos la han ejercido como una rutina-, suele ser vista como la diferencia entre los listos y los tontos, estos últimos por quedarse a la deriva atados por un salario miserable o a expensas de los caprichos de quienes les contratan.
Ninguno de ustedes ignora que el gran pendón de la 4T es el combate contra la corrupción basado en la célebre sentencia: al margen de la ley nada, por encima de la ley nadie. Por desgracia no ha sido así en el arranque del primer gobierno surgido de la izquierda desde el sexenio del inmenso general Lázaro Cárdenas del Río. Todos los demás han dibujado perfiles, pero sin definirse salvo por el hilo conductor, precisamente, de la corrupción.
Por ello es y será difícil creer en una transformación con apenas mandos intermedios perseguidos, entre generalitos y leguleyos de lujo. Cualquiera sabe si en la cúpula se va a mirar hacia arriba.
La anécdota
La lucha contra la corrupción ha sido, desde hace décadas, un mero distractor. De allí la premura con la que deseamos actúe el señor López Obrador, más si tiene todos los hilos en la mano para iniciar, denunciando los delitos, los debidos procesos.
Ha sido tan extenso el engaño que el eslogan de López Portillo, acaso ideado para disimular su egocentrismo, fue:
--La solución somos todos.
Los entusiastas de entonces, con don Pepe en su campaña sin adversario de la derecha, sumaron sus palmas hasta que, poco a poco, fue diluyéndose el proyecto de gobierno, precisamente llamando entonces, como hoy, Plan Nacional de Desarrollo. Las cuentas fueron funestas y el grito de guerra pasó a ser parte de la rumorología nacional, en voz baja:
--La corrupción somos todos– se dijo y firmó-.
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