Siembra de anarquía
Sedena la intocable
El argumento central para ser millonario, en la versión de la muy afamada actriz Angélica Rivera Hurtado, sobrina de un expresidente y esposa de otro exmandatario felón gracias al enlace entre una divorciada y un viudo que no mantiene a uno de sus hijos fuera de matrimonio, es que ella “ha trabajado toda su vida”; además la calidad de sus actuaciones –la mejor fue la del martes 18 de noviembre de 2014, efeméride del sacrificio de los hermanos Serdán en Puebla-, le permitió ir aumentando sus condiciones y tasas profesionales hasta convertirse en la estrella más brillante del firmamento farandulero.
Tengo curiosidad por preguntarle a otras brillantes y hermosas artistas de la pantalla chica –digamos Adela Noriega, quien tuvo un hijo con Carlos Salinas, Bárbara Mori, o más atrás, Verónica Castro, quien fue cuñada de Angélica, o Lucía Méndez, quien perdió la competencia con Marta Sahagún en la caza de la zorra, perdón del señor Fox-, quienes cubrieron muchas horas de videos con efectos multinacionales, si tuvieron tratos parecidos con una empresa bastante ahorrativa al grado de que, como me contó un corresponsal de guerra en Madrid hace años, ni chalecos antibalas brinda a sus informadores en las zonas de alto riesgo. Nunca entenderé este tipo de miserias ni la escala de valores de los millonarios.
Unas horas antes de aquel espectáculo presidencial, con la Gaviota como gran protagonista, fueron asesinados dos sacerdotes en la sierra de Guerrero, allí en donde no entra el ejército por “prudencia” considerando que intervenir en ello sería violar la soberanía estatal y la autonomía municipal, valores bastante caducos en la praxis, lo que demuestra el hecho de que el gobierno federal envía a sus genízaros a cualquier región sin medir acuerdo alguno con las autoridades estatales, como si actuar o no en momentos de alto riesgo fuera una decisión discrecional de los comandantes de las zonas 27 y 35 de la caliente entidad.
Los sacerdotes John Senyondo y el de San Miguel Totolapan, Ascensión Acuña Osorio, fueron arteramente sacrificados por una de las células más radicales de Guerreros Unidos, el cártel que mantiene bajo sus órdenes no solo a las policías estatales y municipales sino igualmente a los comandantes de zona a quienes mantiene muy quietecitos con el reparto de una buena parte del botín. No es necesario ser muy conocedor de la geopolítica nacional para llegar a conclusiones como esta. Esto es: más allá de la “desaparición” de cuarenta y tres jóvenes normalistas –algunos oficialistas justifican cuanto pudo pasarles por el hecho de ser rebeldes, secuestrar camiones y dar pie a “actos vandálicos”, consecuencia precisamente de la burda negligencia oficial, sin el menor sentido del equilibrio-, los sicarios acusados continúan actuando a sus anchas en las narices mismas del comandante Juan Manuel Rico Gámez y de los mil 200 efectivos castrenses enviados a esa región desde finales de 2012, esto es al arribo de Peña Nieto a la Presidencia.
No es explicable, entonces, que los militares permanecieran con los brazos cruzados ante los tiroteos en Iguala, los informes sobre muertos y acerca de la represión agobiante contra los manifestantes de Ayotzinapa; mucho menos si se prendió una hoguera de gran altura para incinerar los cuerpos –posiblemente quemados vivos-, pese al mal tiempo imperante durante las catorce horas que duró el fuego, de acuerdo a la versión del puñado de detenidos, lo cual eleva las sospechas sobre la verosimilitud de las versiones dadas como oficiales por el siempre agotado exprocurador, Jesús Murillo Karam. ¡Qué seguros estamos los mexicanos en tales manos!
Es más sencillo creerle a la señora Rivera, siempre tan cuidada por su maquillista hasta en China, orgullo general por su buena presencia y el señalamiento de que su hermosura competía con cualquiera de las mujeres de los jefes de Estado del mundo. En España nos hacen el honor de compararla, por ejemplo, con el “buen gusto” de la “Reina” Letizia, la asturiana que fue republicana para luego acogerse a los deleites de la Corona –no me refiero a la cerveza-, e insisten en que la mexicana suele seguir el estilo de la española, sin admitir la más lejana posibilidad de que sea al revés; sería tanto como pretender que aceptaran la realidad de una “conquista” por parte de quienes habitamos las tierras de la antigua Mesoamérica al contrario de cuanto cuentan las exaltadas historias sobre Cortés y sus esbirros. (Remito a los amables lectores a “El alma también enferma”).
En fin, en tales circunstancias surgió otra guerra en medio de las tantas otras que padecemos por obra y gracia de las mafias, las de dentro y las de fuera del gobierno. Se trató de un pulso entre el señor Peña y sus consejeros de cabecera –digamos Aurelio Nuño Mayer y al vocero Eduardo Sánchez, quien se hizo célebre por el escándalo de las residencias “de la señora”-, contra una opinión pública contrariada, crispada, rencorosa con razón y profundamente escéptica. Y la pelota rueda sobre la cancha de la inestabilidad. Para los primeros, hay una suerte de conjura contra el programa de nación y para desprestigiar al exmandatario enfermo –su expediente médico, vuelvo a insistir, permanece bajo los siete candados de la opacidad en la era de la falsa transparencia-; y buena parte de los mexicanos señala hacia los radicales y anarquistas que se infiltran en las manifestaciones como una recreación de aquellos famosos “halcones” de Alfonso Martínez Domínguez causantes de una de los genocidios de la época, el del Jueves de Corpus de 1971.
¿Cuál de las dos argumentaciones tiene mayor peso? ¿La que insiste en considerar “trampas” los acontecimientos de Tlatlaya e Iguala y sus secuelas o aquella que subraya la negligencia oficial y las complicidades casi fraternales entre algunos gobernadores y el mandatario federal como causa sobresaliente de la tragedia? Los mismos hechos hablan por sí solos y es indudable que el peso mayor recae en la oscuridad bajo la cual actúan los miembros de la clase política. ¿Quién, entre los esbirros mayores, se atreve a negar que se negoció la salida de Ángel Aguirre Rivero del gobierno guerrerense a cambio de un trato de “caballeros” para dotarle de impunidad? En materia de Derecho es tan culpable quien solicita una salida y aquel que la otorga. En este caso, el lodo ya salpicó al huésped perentorio de Los Pinos. ¡Qué vergüenza!
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