La reelección de Rosario Piedra como presidenta de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, puso de manifiesto una fisura más entre la presidenta Claudia Sheinbaum y quienes manejan el Congreso de nuestra golpeada República.
Hace unos días, la jefa del Ejecutivo dijo en su conferencia mañanera que serían los legisladores quienes libremente elegirían a la nueva titular de esta Comisión que ha brillado por su ausencia, omisión e ineficacia desde hace seis años, dejando sin protección y apoyo a mujeres, niños, periodistas y ciudadanos en general que han sido víctimas de diversas atrocidades, muchas de ellas responsabilidad del propio gobierno morenista.
Tomándoselo en serio, los propios legisladores morenistas pusieron en marcha una evaluación de las distintas aspirantes a ocupar el cargo. Al ser así, los mandamases guindas se dieron cuenta muy pronto de que todo se saldría de control y que la elección de la titular de la CNDH quedaría (como quedó) exhibida como una farsa.
La que mayor puntaje obtuvo fue Nashieli Ramírez, quien se ha venido desempeñando como presidenta de la Comisión de Derechos Humanos de la Ciudad de México; mientras que la peor calificada, incluso por los propios morenistas, resultó ser Rosario Piedra. En ese punto, todo parecía indicar que se impondría la experiencia y formación de Ramírez, que además gozaba del apoyo de la presidenta Sheimbaum. Sin embargo, luego de diversas dilaciones, recesos y una descarada operación política de “convencimiento” a cargo del infalible Adán Augusto López, la mayoría morenista en el Senado reeligió a Rosario Piedra, candidata obvia de quien siempre valoró más la lealtad que la capacidad.
La división entre los morenistas ciertamente no es de fondo –no lo puede ser toda vez que los derechos humanos no les interesan realmente– pero evidencia una lucha interna por las formas de ejercer el poder y, más aún, por quién lo ejerce. Y lo que quedó claro es que en el Congreso no manda la presidenta, sino el «ex» presidente.
Sabemos que la CNDH, en un contexto sin división real de poderes y con un Poder Judicial que ha sido “encapsulado” (para usar esa figura represiva que literalmente les ha sido aplicada a sus trabajadores en más de una manifestación), no tiene para la presidenta Sheinbaum ni para los legisladores morenistas otra importancia que no sea la simulación democrática. Si por ellos fuera debemos estar seguros de que la desparecerían o asimilarían a cualquier secretaría (vaya usted a saber cuál, todas son “humanistas”) como han hecho y pronto harán con todos los organismos independientes que restan, pero eso no sería bien visto en el exterior, concretamente ante nuestros principales socios comerciales o frente a organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que justamente por estos días ha expresado su profunda preocupación por la reforma judicial que se está poniendo en marcha en México.
Quizá a esto mismo obedezca que el pasado miércoles no se haya “debatido” (es decir, aprobado) en el pleno de la Cámara de Diputados la extinción de los órganos autónomos como se tenía previsto. Y eso nos lleva a pensar que, aunque todos los morenistas están de acuerdo en que desparezca el INAI, parece ser que hay un manejo distinto del ‘timing’ entre los “rudos” que quisieran que se aprobara ya, de golpe y porrazo, y los “técnicos” quienes creen más prudente esperar unos días para que no se diga que el Congreso en manos de Morena hace “cochis muy trompudos”, como se dice en el argot político nacional.
Cuentan diversas crónicas de la complicada sesión en que fue reelecta Rosario Piedra, que ya entrada la noche –la hora de la marrulla– empezaron a llegar mensajes y directrices que presionaban a los propios senadores morenistas “desde las más altas esferas” de Morena que todos ubican en Palenque. Se filtró también que, en una reunión del grupo parlamentario del partido en el poder, el propio coordinador del mismo, Adán Augusto López, pidió el voto para reelegir a Piedra, explicando que no se trataba de una decisión arbitraria, sino de “una decisión de Estado”.
El Estado soy yo (L´ État c´est moi), dijo un prepotente –pero muy objetivo– Luis XIV. Claudia Sheinbaum ha contribuido decisivamente a la destrucción de los contrapesos y las instituciones democráticas para instaurar un poder absoluto que, por lo visto, no le pertenece. El Estado autocrático no es ella, es él. Los principales hilos del poder se manejan desde Palenque, como siempre se supo que sucedería. Y francamente no creo que ella quiera o pueda quejarse.