De la represión

Debate que crece

En el último día de gobierno del mandante pelafustán nos acordamos del presidente Gustavo Díaz Ordaz, presente en Mixtlán con todos los honores concebibles por los veneros del diablo, consideró que fue el año de 1968 el de su mayor orgullo porque, dijo, textualmente, “me permitió salvar a México” luego de la masacre de Tlatelolco diez días antes de la inauguración de los Juegos Olímpicos, gracias a los cuales nuestro país se presentó ante el mundo como una nación en desarrollo y no bajo el estigma del rancherito dormido bajo su ancho sombrero. Pese a ello, en la Plaza de las Tres Culturas quedaron las huellas de la peor barbarie concebible.

Fueron aquellos días, los de 1968, un rosario de luto, ennegrecido por los humos de la pólvora y la villanía, que acaso castró a varias generaciones de jóvenes de entonces y las devolvió al ominoso sitio de la postración; luego vendrían los “halcones”, de Echeverría y Martínez Domínguez, para degollar el espíritu rebelde de los tiempos que, se suponía, serían de renovación por la senda trazada por las conciencias que clamaban libertad. El odio oficial contra cuanto ponía en riesgo la continuidad de un sistema y un modelo político anquilosados, se vertió con riachuelos de sangre sobre las planchas de cemento, las escaleras de los edificios e incluso, como en 1971, en los hospitales en donde se remataron a los heridos de decenas de persecuciones por toda la lacerada Ciudad de México.

Cincuenta y seis años después, aquel sacrificio de efímera libertad en Tlatelolco, se muestra ahora a través de la intolerancia, el rencor y la soberbia del felón régimen que termina y fue incapaz de reconocer que ha sumado a los horrores del pasado los propios con más de medio centenar de matanzas de seres humanos extendidas por toda la República. Cada día, el semáforo de la violencia sitúa en un promedio entre noventa y cien ejecutados por la delincuencia organizada la mancillada dignidad de los mexicanos, mientras en el podio de las mañaneras se insiste en las mentiras que tienden a provocar incendios, radicalizando actitudes, desuniendo a los hijos del mismo cielo y la misma tierra roja empapada de sangre. No hay gran diferencia salvo la hipocresía.

Desde 2020 la pandemia -más de un millón de muertos- le vino “como anillo al dedo” al gobernante que no es capaz de escuchar a sus contrarios, sumida la oposición en un letargo casi completo, por cuanto dispone de los espacios del Zócalo, tantas veces repleto de acarreados y mercenarios de la industria maldita de la cooptación de la miseria, cuadriculando el escenario con un grotesca cinturón policiaco ante civiles desarmados que llevan en sus voces la más mortífera de las ametralladoras: la sublevación pacífica que no destruye un solo cristal, al contrario de como lo han hecho siempre los infiltrados de la oficialidad, pero hiere el ego, la vanidad superior, del mal llamado “jefe de las instituciones nacionales”.

Han pretendido reducir el clamor, enjaulando a los manifestantes con tal de no perturbar al habitante del Palacio Nacional que dejó la residencia de Los Pinos para acceder al trono de un país que rechazó a los imperios espurios y no tolera la autocracia... pero se somete por miedo al igual que otras naciones en donde las dictaduras florecieron a golpe cantado del terror.

¿Estamos mejor ahora? No lo creo, de verdad, cuando el libre tránsito está supeditado a la suerte, esto es al capricho de los cárteles dominantes en cada territorio, y la libertad de expresión está tan cerrada como los miles de negocios quebrados o a punto de venirse abajo como la economía que desciende puntos desde el oprobio del cero.

Como Díaz Ordaz, AMLO también tiene las manos manchadas con sangre, aunque se ría a carcajadas creyéndose por encima de los demás. No lo olvidaremos, eso sí, como el peor de los mandantes de una República mancillada.

Por las Alcobas

Junto a la efeméride surge una polémica que aumenta de tono al calor de las manoseadas cifras sobre la realidad de la pandemia que vuelve ahora junto a vacunas poco calificadas como la cubana y la llamada “patria”. Unos aseguran que es fruto de una conjura para debilitar a los gobernados sumando víctimas de todos los males al escuadrón de la muerte del covid; otros, como este columnista, insisten, porque se percibe de cerca, que son más, mucho más, los caídos por la epidemia maldita.

Habría que exponer, sencillamente, que cuando todos percibieron cerca el final injusto de un familiar, de un amigo o de un conocido dentro de una población de 130 millones de personas, no puede minimizarse el porcentaje de quienes murieron “en privado”, sino que estos deben sumarse las evidencias contando con cuantos ni siquiera pudieron acercarse a los hospitales –con camas disponibles pero sin médicos ni insumos-, para morir en el abandono. Por cada fallecido registrado hay otros tres no reconocidos. De ser así, como dicen los científicos no plegados a los voceros de la 4T, nos situamos por encima de USA en cuanto al número de bajas.

Y con este peso encima los supuestos mariscales contra la pandemia se ríen, minimizan los datos y dejan al garete a la población. De esto tendrán que responder... y lo harán tarde o temprano.

Insisto: ¿podríamos olvidar al criminal Andrés Manuel?

loretdemola.rafael@yahoo.com